
Cuando se tienen cinco años, una playa y un mar inmenso, el interés se reduce a tener una palita junto con el balde para construir castillos donde vivirán princesas escondidas de dragones y otros monstruos. Necochea ofrecía y sigue ofreciendo arena fina que se calienta con el sol del mediodía y una extensión de playas en donde el horizonte se despereza tranquilo.
Toda buena constructora sabe que es necesario tener un poco de líquido para levantar las paredes de la vivienda, entonces a falta de ayudantes salí en búsqueda de agua de mar. No sé si fue por perseguir una hilera de caracoles, la espuma de las olas o tal vez la visión de mi corta estatura que solo alcanzaba a las piernas de los adultos, al querer regresar a la sombrilla familiar mi brújula interna marcó otro norte.
Las caras, los colores y las voces eran otras a las conocidas; la confusión en la cabeza me llevó a una calesita vertiginosa que acentuó el aturdimiento. Las olas amenazaban ruidosas, el vendedor de churros gritaba demasiado y esa vocecita lastimera pidiendo por su mamá no era escuchada.
Las lágrimas comenzaron a ser más saladas que el agua de mar, el miedo tiene un gusto tan potente que invalida cualquier otro. Aferrada al balde de plástico color rojo, que hacía juego con mi bañador y la cara congestionada por el llanto, esperaba encontrar la salida a ese laberinto de felices veraneantes.
Una pareja de jóvenes reparó en mi extravío, ella se agachó hasta la altura de mi cara, y acomodándome el cabello preguntó mi nombre y qué me sucedía. Entre hipos de congoja reconocí que me había perdido y dije mi nombre avergonzada.
Soy de las que creen que los caballeros no son los eternos “protectores” de damiselas, pero en esa oportunidad, el muchacho se agachó, me ofreció sus hombros y como un mangrullo fornido me llevó a un lugar de exhibición, y ahí ocurrió lo extraordinario, manos, muchas manos, de mujeres, chicos, ancianos, comenzaron a aplaudir, dejaron sus mates de lado, las charlas y juegos para sumarse a ese aplauso salvador, algunos empezaron a levantarse de la comodidad de las sillas y emprendieron la búsqueda de mis padres mientras se formaba una caravana de palmas.
El miedo y el vértigo me abandonaron en ese instante, la protección de esa gente era una red de contención. Una voz masculina dio el aviso que mis padres me estaban buscando en el balneario contiguo, vi correr a mi madre con cara de preocupación, extendió sus brazos, me aferré a su cuello y en el traspaso le di las gracias a esa torre humana de buen corazón.
Mil defectos nos achacamos los argentinos, nos ubicamos siempre en la vereda de la sombra, pero hay usanzas que desconociendo el origen la seguimos repitiendo, la espontaneidad en esos gestos solidarios me llena de orgullo, un chico perdido en un lugar es un tema de todos, esa cadena implícita de manos aplaudiendo busca siempre ese eslabón perdido.

ALICIA
Efectivamente, es una bonita costumbre en las playas Argentinas, que no he visto en otro lugar. Es un precioso relato. Unas metáforas muy bien logradas. La foto, muestra claramente la amplitud de la costa que dio lugar al extravío.
Solo comentar que me gustaría además, leer este mismo relato enteramente contado por esa niña de 5 años.
¡Qué curiosa costumbre! La desconocia por completo. No sólo se comunica el hecho a traves de la playa hasta llegar a los desesperados padres, sino que deja al perdido lleno de esperanzas. Me ha encantado
Una historia que siempre está presente en las playas…lo sorprendente y al mismo tiempo bonito es la forma de resolver el problema.
Qué bonita historia. Ahora entiendo por qué los argentinos no tenéis miedo a perderos